domingo, 29 de noviembre de 2015

S XVI



El deseo renacentista que ha sido hace poco recetado en mí, y lo cual, en vez de tranquilizarme o encarrilarme hacia ese camino, irónico sueño latente frente a la pelea constante del converger como el resto, ha cargado sobre mí una tarea aún más pesada que la del vivir. Exactamente del analizar y padecer versus la excitación y la acción.

Podría dedicarme a pensar sobre la multiplicidad y aceptar, y casi planear, los cambios repentinos del corazón cada vez que encuentra una variante. Pero no. O sí. Todo al mismo tiempo, como siempre. Puedo dedicarme a fingir una ocupación, absorber esa parcela, llegar hasta el fondo, habiendo dejado las migas de mi conceptualización de lo mínimo a lo más infinito, volver y abrir la siguiente ventana. Ventana porque a mi nadie me invitó. Y ventana porque si pude trepar, pude salir y también en ello conquistar la esencia. Y que me permitan no desvelarla aunque tampoco es que tenga pruebas de que a alguien alguna vez le interesó.

La certeza de que. No. Dejo la certeza ahí porque no me gusta negarme las debilidades, pero sí siento la necesidad de negarme a continuarlas. Vuelvo a empezar.

La creencia de que mi supervivencia consistirá en enfocar la vida a la nada y al todo, crea en mí el sentimiento más increíble. Obviamente es mentira que es increíble, si no se es capaz de recordar aquello escrito arriba del “planear”, pero me desdoblo y, por un lado alucino con la variante y por otro, me mofo de mis pretensiones de la emocionante vida del que no ve y no sabe.

Y entonces me parece llegar a un punto de un ciclo y, pese a que es posible que el mío es solo mío, y el de ellos pues es de ellos, el aburrimiento de la repetición de la sorpresa me acongoja.

¡Pero si yo solo quiero sentirme siempre mirando al techo, degustando la angustia de querer vivir la vida como el que se endilga la tarea de subrayar los mejores pasajes de Rayuela!


Y el sustantivar los verbos, que también deja un sabor muy singular.

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